jueves, 20 de agosto de 2009


José Luis Rodríguez Zapatero salió el otro día a dar una vuelta por los alrededores de su residencia veraniega de La Mareta, con tan mala suerte para él que cayó a una presa, y con tan mala suerte para los españoles que un muchacho del lugar lo rescató de allí. Cuando Zapatero se vio salvo, le dijo al zagal:

— Gracias. Me has salvado la vida; pídeme lo que quieras.

— Señor presidente —dijo el chico—, sólo quiero que mi ataúd sea transportado en una carroza tirada por seis caballos.

— ¡Por Dios! ¡Si eres muy joven! Anda, pídeme otra cosa.

— Bueno, pues entonces, que sobre mi ataúd pongan la bandera de España y que la guardia de honor la doble y se la entregue a mi madre al final de la ceremonia.

— Que no, que no... Pídeme otra cosa.

— Pues... que la guardia de honor dispare unas salvas mientras me entierran.

— Pero, vamos a ver, ¿a qué viene esa manía de que te vas a morir?

— Pues porque cuando cuente en el pueblo que lo he salvado, me van a

matar a hostias, por gilipollas.

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