José Luis Rodríguez Zapatero salió el otro día a dar una vuelta por los alrededores de su residencia veraniega de La Mareta, con tan mala suerte para él que cayó a una presa, y con tan mala suerte para los españoles que un muchacho del lugar lo rescató de allí. Cuando Zapatero se vio salvo, le dijo al zagal:
— Gracias. Me has salvado la vida; pídeme lo que quieras.
— Señor presidente —dijo el chico—, sólo quiero que mi ataúd sea transportado en una carroza tirada por seis caballos.
— ¡Por Dios! ¡Si eres muy joven! Anda, pídeme otra cosa.
— Bueno, pues entonces, que sobre mi ataúd pongan la bandera de España y que la guardia de honor la doble y se la entregue a mi madre al final de la ceremonia.
— Que no, que no... Pídeme otra cosa.
— Pues... que la guardia de honor dispare unas salvas mientras me entierran.
— Pero, vamos a ver, ¿a qué viene esa manía de que te vas a morir?
— Pues porque cuando cuente en el pueblo que lo he salvado, me van a
matar a hostias, por gilipollas.
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